Una de romanos

Cuentan que una valiosa provincia romana, cuna de prosperidad, se zambulló en la más abyecta espiral de degradación. Bacanales, desgobierno y saqueos arrasaron el vergel, amenazando con extender la ruina por todo el Imperio. Alarmado, el emperador buscó en su círculo íntimo a un hombre de hierro a quien encargó la misión de proteger las últimas huellas de civilización en la decadente plaza.
Dicen que el nuevo gobernador aplicó impertérrito el exhaustivo plan de reformas encomendado y que los resultados no tardaron en apreciarse. Las noticias que llegaban a Roma eran tranquilizadoras. La plebe asumió la abolición del lujo y la austeridad dio paso a una sociedad ascética que comenzó a emerger.
Aseguran que estos tímidos brotes verdes no evitaron que el elegido se sumiera en honda depresión cuando no quedaban ya excesos a los que renunciar. Tuvo entonces que entregarse a la ingrata labor de comunicar al emperador que nunca recuperaría la fortuna que invirtió en la provincia, debiendo contentarse en su lugar con unas devaluadas tierras que nadie quería. Y no acababan ahí los tormentos. Presionado por el pueblo, el gobernador buscaba la fórmula para hacer pagar a sus antecesores por los desmanes cometidos sin menoscabar aún más los intereses de Roma. Y a ello se añadía el desdoro de contar con un infiltrado en su gobierno, un vestigio de la más negra etapa del pasado.
Comentan que el enviado buscaba consuelo en el anfiteatro, pero tampoco ahí lo hallaba. La crisis obligaba a contratar escuálidos gladiadores, nada que ver con los bragados tiarrones de antaño. Procedían además de regiones inexploradas y había que traerlos fuera de época para adelantarse a los emisarios de coliseos más pudientes. Encima, el adiestrador cayó en el descrédito social. Los combates que preparaba eran aburridos y aunque el gobernador siempre dijo apoyarlo, lo hizo de forma tan insustancial que sólo contribuyó a que el público pidiera su cabeza y hasta los luchadores se rieran de él. Esto le tornó egoísta, olvidando a los jóvenes de la escuela que soñaban con blandir espada o tridente sobre esa venerada arena.
Cuentan, dicen, aseguran, comentan... Fatua leyenda propia del péplum más barato. Cosas así sólo pasan en el cine.