Salgan, corran y honren este escudo

Diógenes, zángano vocacional, acuñó una de esas perogrulladas que calan de forma incomprensible en el acervo popular. El movimiento se demuestra andando, sentenció en cierta ocasión. Y a ello debe entregarse este Valencia, más dado a secundar al filósofo en los hábitos que en el pensamiento. El orgullo no se defiende con palabras, sino a través de los hechos. Para ganarse el perdón de esta lacerada afición hay que dar el callo en el campo, en lugar de llenar de vanas promesas el ciberespacio o las salas de prensa.

Salgan, corran y honren este escudo, que ya va siendo hora. Cuando Llorente fue llamado a filas para administrar oxígeno a un club mortecino, su discurso tuvo el aroma propio de la amenaza. Si el Valencia quería aferrarse a la supervivencia, nadie podía permitirse el lujo de dar más pasos en falso, proclamó el presidente.

Aquella advertencia no fue gratuita y la presión se aposentó en todos los despachos de la entidad. Calienta el cogote de Llorente y Gómez por la imposibilidad de colocar las malditas parcelas. Horada la credibilidad de Emery cada vez que un resultado le emborrona el expediente. Angustió primero a Fernando y ahora a Braulio, retados a mantener el pulso con los ricos pese a pescar en caladeros de pobres. Justo es que esa misma tensión penetre de una vez en el vestuario, se adhiera como lapa a la camiseta y martillee la conciencia de todo aquel jugador que se ahorre una sola gota de sudor.

La crisis no ha impedido que en los tres últimos años hayan llegado, cantera al margen, dieciséis futbolistas. Tres porteros, seis defensas, tres centrocampistas y cuatro delanteros. Sólo la mitad de ellos han demostrado con su rendimiento ser dignos de este club. Humillaciones como la infligida por el Madrid, transatlántico en Mestalla y patera ante el Zaragoza, explican que aquí los objetivos no vayan de la mano de las sensaciones. Los cinco partidos que quedan deben ser para esta plantilla un examen de valencianismo. El que quiera la redención, que se la gane. Y al carajo con el resto.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 1 de mayo de 2011)

Una afrenta para la historia

Humillaciones como la sufrida ayer en Mestalla arruinan una temporada. Ahogan la ilusión que generaron la manita al Villarreal o el estallido goleador de Soldado. Cuestionan la implicación de una plantilla que volvió a lucir ese raído sudario de indolencia que ingenuamente creíamos abandonado en algún perchero de La Romareda. Extienden una alfombra roja entre Emery y la silla eléctrica, dejando con cara de bobos a quienes defendemos la viabilidad del sistema. Avalan los titubeos de Llorente, tan carentes de sentido si se interpretan desde la lógica como sensatos cuando la lectura emana de las tripas. Esas que ayer se nos revolvían al ver el pasillo al Madrid, una menudencia a tenor de la vergüenza que se avecinaba.

El Valencia dejó escapar el tren de la ilusión. Enterró el señuelo para una afición que no anda precisamente sobrada de estímulos. Este equipo podrá ser tercero en la Liga, pero carece ya de fuerza moral para reivindicar el cariño de la grada. El ridículo ante el Real Madrid forma parte de la leyenda negra. Es historia por la contundencia del marcador y lastre emocional si se le añade la forma en que se perpetró la afrenta; la superioridad de un adversario cuyos suplentes no hicieron más goles porque no los necesitaron y que se permitió el lujo de dar vidilla al desahuciado equipo de Emery en los minutos de la basura.

El bochornoso espectáculo blanquinegro ahoga toda excusa, incluso una evidencia tan innegable como el desequilibrio que brota de cada poro de este torneo entre dos terratenientes y dieciocho desharrapados. Mourinho, plañidera cuyas lágrimas han anegado tantas salas de prensa, puede alinear a nueve reservas en Mestalla y presentar un equipo sólido, lleno de jugadores que serían titulares en cualquier rival, por ejemplo el Valencia. Pero eso que nos lo cuenten otro día. Tras lo de ayer suena a milonga facilona, vacuo argumento para enmascarar la lamentable actitud de un vestuario cuyas escamas ya ni traspasan las otrora temidas llorentinas.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 23 de abril de 2011)

Una de romanos

Cuentan que una valiosa provincia romana, cuna de prosperidad, se zambulló en la más abyecta espiral de degradación. Bacanales, desgobierno y saqueos arrasaron el vergel, amenazando con extender la ruina por todo el Imperio. Alarmado, el emperador buscó en su círculo íntimo a un hombre de hierro a quien encargó la misión de proteger las últimas huellas de civilización en la decadente plaza.
Dicen que el nuevo gobernador aplicó impertérrito el exhaustivo plan de reformas encomendado y que los resultados no tardaron en apreciarse. Las noticias que llegaban a Roma eran tranquilizadoras. La plebe asumió la abolición del lujo y la austeridad dio paso a una sociedad ascética que comenzó a emerger.
Aseguran que estos tímidos brotes verdes no evitaron que el elegido se sumiera en honda depresión cuando no quedaban ya excesos a los que renunciar. Tuvo entonces que entregarse a la ingrata labor de comunicar al emperador que nunca recuperaría la fortuna que invirtió en la provincia, debiendo contentarse en su lugar con unas devaluadas tierras que nadie quería. Y no acababan ahí los tormentos. Presionado por el pueblo, el gobernador buscaba la fórmula para hacer pagar a sus antecesores por los desmanes cometidos sin menoscabar aún más los intereses de Roma. Y a ello se añadía el desdoro de contar con un infiltrado en su gobierno, un vestigio de la más negra etapa del pasado.
Comentan que el enviado buscaba consuelo en el anfiteatro, pero tampoco ahí lo hallaba. La crisis obligaba a contratar escuálidos gladiadores, nada que ver con los bragados tiarrones de antaño. Procedían además de regiones inexploradas y había que traerlos fuera de época para adelantarse a los emisarios de coliseos más pudientes. Encima, el adiestrador cayó en el descrédito social. Los combates que preparaba eran aburridos y aunque el gobernador siempre dijo apoyarlo, lo hizo de forma tan insustancial que sólo contribuyó a que el público pidiera su cabeza y hasta los luchadores se rieran de él. Esto le tornó egoísta, olvidando a los jóvenes de la escuela que soñaban con blandir espada o tridente sobre esa venerada arena.
Cuentan, dicen, aseguran, comentan... Fatua leyenda propia del péplum más barato. Cosas así sólo pasan en el cine.

La vaca holandesa

Si cierro los ojos y trato de recordar al Ronald Koeman futbolista, lo primero que viene a mi pensamiento es aquel cruel penalti de la temporada 1993-94 en Mestalla, con 0-3 en el marcador y un desamparado Paco Camarasa bajo los palos. El holandés no perdonó y ajustició al central-portero en una de las últimas tardes de gloria del Dream Team de Cruyff. A Tintín, majestuoso en el pase largo, insaciable a balón parado, se le daba demasiado bien el Valencia. Lo volvería a demostrar en su siguiente visita liguera, de nuevo desde los once metros. De ahí que cuando dejó el Barcelona un profundo suspiro de alivio templara los ánimos blanquinegros.

Pero lo peor estaba por llegar. Koeman desconocía en aquella próspera etapa de calzón corto que una década después se convertiría en el entrenador más mediocre de la historia del Valencia, el hombre que aniquilaría la ilusión de un club grande al que asomó al precipicio de la Segunda División.

Desde que irrumpió en Paterna como sustituto de Quique (manda narices el relevo técnico), el holandés desveló sin medias tintas su verdadero yo. Con el contrato recién firmado, prefirió quedarse en el hotel para ver al Valencia por televisión antes que subir al avión del equipo y empezar a hacer grupo en el vuelo a Palma. El marrón balear se lo comió el abnegado Óscar Fernández. Derrochó soberbia, amparado en los rescoldos de su merecida fama como pelotero. Interpretó su paso por Mestalla como unas prácticas camino hacia el banquillo del Camp Nou. Ajustició de manera caprichosa a tres iconos del valencianismo. Alzó un muro de la vergüenza en la Ciudad Deportiva...

Y ganó una Copa, aunque eso sólo engaña a los adictos a la estadística. Cuando arrancó aquella atípica final, preámbulo de un éxito que nadie tuvo ganas de celebrar, Koeman ya estaba destituido. Hasta tal punto era carne de cañón que la plantilla ignoró las indicaciones de su beoda pizarra y conquistó así un título por el que tan nefasto entrenador se atrevería luego a sacar pecho.

Dos años y medio después de aquella traumática experiencia, el holandés sigue metiendo goles al Valencia con la misma fruición que exhibía sobre el verde. Lo hace en lo material, con ese millón que habrá que pagar al PSV por tan absurdo fichaje, y también en lo moral. Que Koeman aproveche el actual buen momento del Valencia para reivindicar su bochornosa etapa debería ser objeto de estudio por parte de la Comisión Nacional Antiviolencia y nos deja tan vendidos como a Camarasa en aquella noche de pesadilla.

El hoy técnico ve en el liderato del Valencia un ejemplo de que algunas de sus decisiones en Mestalla fueron correctas. Lo único que este club puede agradecerle es su habilidad para precipitar la descomposición del régimen de Juan Soler. Y sanseacabó, porque hasta para perderlo de vista hubo que pagarle una fortuna. Bautizó un amigo mío a Koeman como la vaca holandesa por su poco hercúleo perfil. Pero si algo le hace merecer tal apelativo es la mala leche que acompaña cada uno de sus actos.
(Artículo publicado en lasprovincias.es el 14 de octubre de 2010)

La (re) Fundación del Valencia

Maquiavelo legó a la humanidad una máxima que nunca salió de su pluma, pero que compendia la esencia de su pensamiento político: el fin justifica los medios. A lo largo de la historia muchos totalitarismos encontraron legitimidad en esas cinco palabras, y a ellas se encomendó hace un año el Valencia para salir del atolladero social.

El papel interpretado por la Fundación en el cierre de la ampliación de capital se inspiró en el principio del mal menor. El organismo que preside Társilo Piles se inmoló, avalado económicamente por la Generalitat y con la anuencia de toda la sociedad civil valenciana, que hizo frente común ante la fantasmagórica irrupción de Inversiones Dalport. Era el prototipo de situación en la que el fin justifica los medios. Todos así lo entendimos y lo entendemos.

Pero desde aquella magistral maniobra urdida en los más importantes despachos de la capital ha transcurrido ya un año y la inquietud popular es lícita. La Fundación no puede hacer frente a sus compromisos de pago con Bancaja, como cabía temer cuando se dio tan arriesgado paso. El club se ve jurídicamente incapacitado para insuflarle oxígeno económico y así el problema de una sociedad anónima deportiva está a un paso de convertirse en el de toda una comunidad autónoma.

El nudo gordiano son obviamente esos 74 millones que la caja de ahorros dejó en manos de una fundación sin más garantías que el patrimonio de los valencianos. Pero a ello se unen, y merecen respeto, alegaciones de tipo ético como las que acaban de morir en los tribunales. Aquella ampliación de capital presagiaba la democratización del club, una apuesta por quitar a los ricos el control para distribuirlo entre todos los pobres, y a día de hoy tan nobles principios son papel mojado.

El arisco menosprecio de Társilo Piles a los disidentes sirve de poca ayuda. «Hay gente que quiere construir y una minoría intenta destruir», acusa el dirigente. Debería hablar con su amigo Juan Soler, profesional del ladrillo. Él le explicará que la clave de todo edificio reside en los cimientos, y obrar sobre una ciénaga está más cerca de lo segundo que de lo primero.

Valencia ya aparece en el mapa

Bombazo en la capital del reino. Tras cinco semanas y media de amnesia, Madrid por fin ha descubierto que el líder de la Liga juega en Mestalla. La revelación no llega gracias a la inmaculada trayectoria deportiva del equipo de Emery. Tampoco el tamtan reivindicativo de Manuel Llorente ha resultado determinante. Es más sencillo que todo eso. Cristiano Ronaldo, el machote madridista, ha ojeado los periódicos, probablemente mientras aguardaba turno en la pelu, y entonces se ha caído del guindo. El mando lo tiene el Valencia, ese club del que le separó el precio de un café; el café más caro del mundo.

Pese al reconocimiento del portugués, parece poco probable que su jefe imite la fórmula del éxito que triunfa a orillas del Mediterráneo. La humildad es rentable, pero vende poco. Y el embrujo del equipo de Emery reside precisamente ahí, en la exaltación de la normalidad, bien escaso en un fútbol cada vez más bañado en salsa rosa.

Los pilares del nuevo Valencia no llamarían la atención en cualquier rutinaria reunión de comunidad de vecinos. Soldado regresó a casa con la ilusión reflejada en la mirada. Todavía la conserva y la traslada a cada uno de sus actos. Aduriz adora el anonimato. Confiesa que lo que más le gustaba de Palma era la facilidad para pasar inadvertido entre tanto guiri. Cada palabra de César es una exhibición de sentido común igual de portentosa que la mejor de sus paradas. Y así se podría seguir, uno a uno, con todos los peones de una plantilla que ha aprendido a pensar en primera persona del plural; incluido ese banquillo en el que se sienta un entrenador capaz de decir en rueda de prensa que ganar es mejor que perder. Natural como la vida misma. Frente al maleducado Mourinho o el refinado Guardiola, un soplo de aire fresco.

Quien ha probado el elixir de Paterna sabe valorarlo. Como David Villa, cuyas palabras en puertas del reencuentro con su pasado suenan a nostalgia, a deuda eterna. Demuestran que un escudo es el que lleva cosido el Guaje al pecho y otro bien distinto el que le grapó el Valencia en el corazón. Hay que ver lo que se perdió el metrosexual de Funchal por el ridículo precio de un café.

(Artículo publicado en lasprovincias.es el 8 de octubre de 2010)

Hacen falta más milagros

Las cuentas del Valencia son las propias de un club que ha regresado después de la muerte. Una resurrección. Un milagro. Y el taumaturgo se llama Manuel Llorente. Recuperar en un año más de la mitad de lo que otros dilapidaron en cuatro tiene mucho valor.

Alegarán los detractores del presidente que éste ha elegido el camino más sencillo, una ampliación de capital chapucera y la marcha de unas estrellas que se venden por sí solas. No les faltará razón, pero que algo sea objetivamente fácil no quiere decir que carezca de mérito. Porque hay que tener redaños para vender a Villa y Silva siendo consciente de que triunfarán allá adonde vayan.

Tras años de espejismos, la gran aportación de Llorente es afrontar la realidad con valentía. Soriano prefirió huir hacia adelante y Soler se refugió en su reino de fantasía hasta entender que la ruina del Valencia desembocaría en la suya propia. De la ampliación de capital, mejor no hablar. Dos enemigos irreconciliables se unieron con tal de proteger su bolsillo. La medicina que necesitaba el club, una vez que el parón inmobiliario cegó cualquier otro camino menos angosto, sólo podía administrarla Llorente; un tipo que desdeña las encuestas de popularidad, como demostró al parar los pies del mejor técnico de la historia del Valencia y granjearse el desprecio de muchos de los que ahora lo adulan,

Quien vea en esta reflexión un panegírico presidencial se equivoca. Llorente va camino de salvar al club, pero aún se espera mucho más de él y de esa chistera suya en la que ya se adivinan pocos conejos. Las ofertas recibidas por las parcelas de Mestalla, al menos tres extranjeras y dos nacionales, están muy por debajo de las expectativas. Anunciar que las obras del futuro estadio seguirán paralizadas sine díe no es solución, aparte de constituir un azote para la ciudad y esas instituciones que con tanto riesgo han apostado por el Valencia. Y alguien deberá aclarar qué se hace con la Fundación, atrampada hasta las cejas y avalada por el Instituto Valenciano de Finanzas. Es decir, por la Generalitat, por todos los ciudadanos, por Llorente y Quico Catalán, por usted y por mí...

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 3 de octubre de 2010)

Esto ya no es una anécdota

Es tan humano como todos los defectos. Los futboleros somos ciclotímicos redomados. Hace sólo tres meses augurábamos al Valencia una caída libre similar a la del Deportivo, que pasó de súper a sin plomo sepultado por los números rojos. Han bastado cinco excelentes resultados para ahogar aquellos negros presagios y dibujar un insospechado interrogante en el ambiente. Ya no nos preguntamos si el Valencia meterá la cabeza en Europa, sino hasta qué punto puede codearse con Barcelona y Real Madrid.

Como todo en la vida, los hay optimistas y cenizos. Estos últimos, los aguafiestas vocacionales, tiran de excepticismo para exponer con deleite que el Valencia no ha jugado contra nadie. Como si el Hércules que profanó el Camp Nou, el Racing que dinamitó el Pizjuán, el 'petromálaga' de las exhibiciones a domicilio o el Sporting que asustó con su equipo B al Barça jugaran ligas de empresas. En el culmen del masoquismo dialéctico, se desliza la fatal apostilla que adivina en el empate con el Atlético las flaquezas de un Valencia que se diluirá ante los grandes.

No hay argumentos para tal desazón, como tampoco ayudaría tras el triunfo en Gijón mirar cara a cara con insolencia a los dos expresos económicos del fútbol español. Craso error trazar planes de futuro. Más que nunca el Valencia debe competir consigo mismo, explorar sus límites olvidando a Barcelona y Real Madrid, que juegan otra Liga al amparo de exclusivas prebendas audiovisuales y de todo tipo.

Pero sensatez no es sinónimo de sumisión. Porque si se da la conjunción astral adecuada surgirá un resquicio para la esperanza. El mismo por el que se coló dos veces el Valencia de Benítez. No hace falta analizar la aromática orina de Guardiola para concluir que si llegan las lesiones el Barcelona sufrirá con tan corta plantilla. Y el Real Madrid se disparó en el pie al regalar su banquillo a un chulo cuyo menosprecio a propios y extraños boicotea el proselitismo merengue alimentado desde la época de Santiago Bernabéu. La cizaña está sembrada y como germine nos vamos a reír.


(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 26 de septiembre de 2010)

La mentira del fútbol

A David Villa lo indujeron al exilio sus ansias de títulos. Seguramente los conseguirá, pero de momento lo que le garantiza el Barcelona es un ‘reality show’ donde el siempre discreto asturiano se erige en permanente protagonista.
No importa que el debut con su nuevo club haya tenido poco de rutilante. Ese inframundo llamado prensa rosa nos metió en la sobremesa el verano ibicenco del Guaje y señora. También la llamada de la solidaridad ha encontrado en el internacional un impagable altavoz. Sus camisetas volaron a Chile para insuflar vida a los mineros engullidos por la tierra. Sombra aquí, sombra allá, lo hemos visto cantar con Ana Torroja en un proyecto de apoyo a Mali. Al mismo tiempo acaba de llegar a las librerías su biografía y seguramente se dejará ver en las pomposas votaciones del Balón de Oro.
El balance no está nada mal para tres lánguidos meses en los que únicamente ha aportado vagas pinceladas del talento que derrochó en Valencia. Sus cinco mágicos años en Mestalla nos dejaron 107 goles sólo en la Liga y mostraron a un deportista sideral, comprometido, capaz de arrimar el hombro en primavera para evitar un descenso y de convertirse ese mismo verano en máximo artillero de la Eurocopa. Tanta gloria, sin embargo, apenas le dio para anunciar natillas, probablemente cuando los colmillos de los publicistas intuyeron que el Valencia, exánime, tendría que dejar escapar a su icono. Del Balón de Oro, mejor no hablar.
Cualquier sociólogo aludiría a la envoltura mediática que abraza a Real Madrid y Barcelona. Un amigo mío que no entiende ni papa de sociología, pero que de esto sabe un rato, atribuiría sin embargo el fenómeno a lo que él define como la mentira del fútbol, desnudando así a este apasionante juego que aspira a la consideración de deporte pero que la mayoría de veces no es más que un circo.
Algo similar puede pensar Emery. Hace un año le llovían chuzos por el mismo régimen severo de rotaciones que ahora le reporta elogios. Los vaivenes no acaban ahí. Las lágrimas estivales que vertió la venta de las estrellas han dado repentinamente paso a un torrente de optimismo en torno a este Valencia con menos plantilla pero más equipo. Si esto sigue así, sus críticos impenitentes no tardarán en salir a la calle, pancarta en mano, para pedir a Llorente la renovación del vasco.
Un sesudo analista concluirá que este año hay banquillo para rotar, un equipo recompuesto con cabeza... Alguien más pragmático subrayará lo que todos sabemos, que los resultados marcan los biorritmos balompédicos. Pero mi amigo, erre que erre, se aferrará a su inapelable sentencia: somos unos veletas que alimentan día día la mentira del fútbol.
(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 19 de septiembre de 2010)

Cambio de ciclo

Llegó la hora de creer, recita el grupo valenciano 'Despeinados' en el que ya es uno de los himnos no oficiales del Mundial de Sudáfrica. La letra bien podría habérsela escrito Manuel Llorente en el supuesto de que su agenda dejara resquicios para la lírica. Porque si algo necesita ahora mismo el Valencia es un ejercicio de fe. Para comprar el pase en un contexto económico que invita a no levantarse de la cama. Para olvidar a los que ya no están. Para creer.

Los prebostes blanquinegros pasaron meses mirando recelosos a su particular caja de Pandora, aunque siempre encontraban un argumento con el que retrasar la apertura. El primero fue la ampliación de capital sui géneris que extrajo de la manga Javier Gómez para ahuyentar varios fantasmas: el de la ley concursal, esa especie de desfibrilador económico capaz de resucitar a un muerto, y sobre todo el del advenimiento de Dalport y su heraldo Soriano. Mas la maldita caja seguía ahí, aguardando paciente su momento. Llorente le dio postrero esquinazo al retener a sus cotizadas estrellas fugaces. Había que regresar sí o sí a la meca del fútbol. Pero no se huye hacia delante sin correr el riesgo de descalabrarse. Por eso, ya aposentado el Valencia entre los nobles de Europa, el presidente se armó de valor. Abrió la caja y esperó a que brotaran de ella todos los males.

Si aplicamos a este deporte una lógica matemática, da para echarse a temblar. La realidad dicta que el Valencia ha sufrido una descapitalización deportiva escandalosa. Inevitable pero brutal. Partiendo según la clasificación de la última Liga a 28 y 24 puntos de distancia de las dos potencias económicas, el tiro de gracia era perder a Villa y Silva, las dos bajas realmente insustituibles en este verano de cambalaches.

Pero el fútbol es una ciencia demasiado inexacta. Y aun a riesgo de que esto pueda parecer un capítulo más de esos libros de autoayuda que gozan de tanto predicamento entre los peloteros, la teoría dice que se ha fichado bien. O al menos lo mejor que se podía, dadas las estrecheces económicas de un club que no ha vendido por hacer negocio, sino para sobrevivir.

El análisis por líneas ejerce un efecto analgésico. La portería se ha reforzado, aunque sólo sea desde una perspectiva numérica. Guaita eleva la competencia. En defensa, más de lo mismo. Dos por uno, habida cuenta de que Marchena nunca fue para Emery un central. La baja del inadaptado Alexis, el último de la fila en la retaguardia, queda más que compensada con los fichajes de un presunto titular, Ricardo Costa, y de un versátil comodín, Marius Stankevicius.

El meollo del fútbol, el centro del campo, tampoco ha salido malparado de este lifting. Se van dos históricos y ocupan su plaza sendas promesas. Al calor de Albelda y Banega, Topal y Tino Costa tienen tiempo para adquirir el nivel exigible en quienes están llamados a heredar los aplausos de Marchena y sobre todo Baraja. Lo de Feghouli es de momento una esperanzadora apuesta.

La disección de la delantera debe hacerse desde un prisma conservador. Si la venta de Villa y Silva era inevitable, el Valencia ha fichado los mejores delanteros a los que podía aspirar. Soldado tiene madera de ídolo y Aduriz aportaría hasta cojo mucho más que Zigic.En un deporte tan mercantilizado como el fútbol querer no es sinónimo de poder, pero al menos hay que intentarlo. Levantarse, coger la bufanda y pronunciar dos palabras que resumen un estado de ánimo. «Yo creo».

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 13 de septiembre de 2010)

Emery tiene equipo y el apoyo presidencial; ha llegado su hora

A la pregunta de si Llorente tiene paciencia, un mordaz analista podría responder: «Menos que Soler». Y las cifras respaldarían su aserto, ya que Fernando le duró 360 días como director deportivo, mientras que el voluble constructor tardó 398 en retirar la confianza a Carboni. Al menos el actual presidente sí puede presumir de superar a su antecesor en estabilidad emocional. Mientras la relación entre Soler y sus responsables deportivos degeneraba desde el amor absoluto a la frialdad extrema, Llorente nunca tragó a Fernando. Confió profesionalmente en él, como demuestra el hecho de que la nueva plantilla lleve su sello de pe a pa, pero en cuanto todo estuvo claro lo largó. En contra de lo que se respiraba en los despachos de Pintor Monleón durante muchos meses, Llorente apostó por Unai Emery y esa es la gran responsabilidad que recae ahora sobre los hombros del joven técnico vasco. Maneja una plantilla de esas que gustan a cualquier teórico del fútbol, sólida y sobre todo con un amplio margen de mejora. Emery tiene ante sí la posibilidad de convertir el defecto en virtud. La ausencia de vacas sagradas abre las puertas a un Valencia más solidario, donde el bloque prima sobre lo individual. Pero necesita ayuda. Nadie puede esconderse ya a la sombra de las estrellas, porque no las hay. Llegó la hora de los eternos secundarios. Vicente y Joaquín dieron el paso. Ahora toca por ejemplo el turno de Fernandes y el Chori, de momento simples promesas.
(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 13 de septiembre de 2010)

El maná de la Champions

Quien no está en la Champions League no existe. La UEFA ha sabido revestir a su competición estrella de una aureola especial, una ingeniosa liturgia que comienza con el pegadizo himno y concluye con el suculento reparto de dividendos. Gloria y dinero. Justo lo que necesita el Valencia para recuperar el color. Bajo ningún concepto puede un club como el de Mestalla vivir fuera de la Champions, caer de nuevo en las garras de esa patraña llamada Europa League. Por galones, pero sobre todo desde una perspectiva económica. Siete millones sólo por comparecer en el campo, más de 20 para la clase media continental y hasta la frontera de los 50 en el caso del
campeón. Llorente duerme con la calculadora bajo la almohada. Emery comprobó el año pasado cómo se las gasta el presidente, capaz de no renovar a un técnico con cuyos métodos comulga si una brizna de infortunio lo aleja de los objetivos. Este año será igual. Pese a la venta de las estrellas, el listón está en la Champions. El hábitat del Valencia.
(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 13 de septiembre de 2010)

El cubo de Rubik de Moyà

Me pongo en la piel de Moyà y comienza a picarme todo. El mallorquín no entiende nada de lo que le ocurre en Valencia. Su cabeza debe de ser un cubo de Rubik. Llegó envuelto en papel de regalo. Lo tenía todo para triunfar: juventud, excelentes credenciales como portero y ese toque chic que le proporcionaban sus escarceos por la moda. Pero adjuntaba además el mejor de los salvoconductos. Era petición expresa de un entrenador que en aquel momento ya contaba más que el director deportivo para el presidente.

Un año después, el sueño del adonis balear es una pesadilla en toda regla. No sólo lo encadenan al banquillo las descomunales actuaciones de César, el veterano de guerra a quien en teoría vino a retirar. Lo peor del caso es que el coloso extremeño tiene 39 años y cada vez parece menos claro que Moyà sea el mejor posicionado en la carrera sucesoria. Sólo las dudas de Emery en torno al joven arquero justifican la presencia de Guaita en el equipo. La convocatoria ante el Racing afianza esta teoría.

Partir en igualdad de condiciones con el torrentino ya representa una derrota moral. Y la espiral en la que ha entrado el de Binissalem es muy peligrosa, irreversible salvo que logre reinventarse. Cuando un portero deja de creer en sí mismo se convierte en bomba de relojería bajo los palos. Emery debe meditar antes de tomar una decisión como la de ayer. Si su apuesta es Guaita, correcto. Pero en caso de que aún confíe en Moyà, enviarlo al psicoanalista entraña riesgos.

Las dudas en torno al mallorquín pueden estar justificadas a tenor de sus errores, si bien el técnico tendría ahora que hacer acto de contrición. Él decidió, ya con César en el banquillo, que el Valencia necesitaba sí o sí un portero. Renan no servía ni siquiera para suplente, en contra de la opinión de un Fernando que se tragó aquel sapo. Pagar cinco millones por carne de banquillo fue una locura. Y aún pudo resultar peor, porque aquel verano la primera opción de Emery era el chileno Claudio Bravo, uno de los mayores cantautores del fútbol mundial.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 12 de septiembre de 2010)

Este equipo da para soñar

Si en este verano que agoniza nos llega a dar por somatizar, más de un aficionado blanquinegro habría acabado con síntomas de hipotermia. El bochorno canicular contrastaba con unos estados de ánimo al borde de la glaciación, que contraían hasta el último poro del valencianismo tras los dolorosos traspasos. Todo ello acentuado por un Villa entregado a la causa de ofrendar nuevas glorias a España, ajeno a que cada uno de sus goles sudafricanos era una amenaza de bomba en Mestalla.
Inmersos en este proceloso tiovivo emocional, una mañana de junio se encerraron de forma casi clandestina en el cuartito de Emery en Paterna las tres patas del banco: el propio entrenador, Manuel Llorente y Braulio Vázquez. Aunque todavía no estaba completa la plantilla, el presidente quería saber qué equipo se troquelaba en el horizonte. Cuentan aquellas cuatro modestas paredes que abandonó la reunión henchido de optimismo. Las explicaciones de sus técnicos lo convencieron. Sobre la verde pizarra de Emery, Llorente visionó el estreno goleador del recién llegado Soldado o la primera ovación para un Aduriz que en aquel momento aún era jugador del Mallorca.
La ilusión presidencial estaba justificada. El mercadeo ha reportado en dos años al Valencia más de cien millones de euros, un nuevo Porchinos. Y pese al traumático éxodo, sobre el campo no hay peor equipo. El adiós de Marchena es un negocio, el de Baraja un doloroso trámite, el de Zigic un milagro... Y para los de Silva y Villa cobra vigencia aquello de que cuando un problema no tiene solución deja de serlo.
Fernando lo ató todo bien antes de su ejecución y cada baja ha hallado la réplica de un esperanzador fichaje. La ansiedad que se respiraba durante la pretemporada sólo era atribuible a una alucinación fruto del calor. A la hipotermia. Al fin ha vuelto todo a su sitio. Emery ha sobrevivido al brote cainita y su ilusionante Valencia inquieta a los rivales. Incluso a Mourinho, quien cada vez que abre la boca (ahora sí lo has conseguido, Floren) demuestra que ha nacido para entrenar al Real Madrid.
(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 6 de septiembre de 2010)

Murmullo en la platea

Cuando Soler despidió a Llorente, sonrisa forzada el uno, sonrisa forzada el otro, nadie hubiera imaginado que el reo se sentaría menos de tres años después en el sillón de su verdugo. Presidente en la sombra durante la época más gloriosa del club, los hados quisieron que el ascenso de Llorente al trono coincidiera con la decadencia del imperio. Objetivamente, ya ha sido mala fortuna la suya.
Pero toda cruz tiene su cara. Y la de tocar fondo es que ya no se puede caer más bajo. Por eso al hoy factótum la apocalipsis que otros provocaron le permite trabajar con tranquilidad inusitada. La crítica, como el dinero, voló de Mestalla al grito de «haz lo que puedas, Manolo, que esto no tiene arreglo».
Sus antecesores no gozaron de esa suerte. Tampoco la merecieron. Soler embaucó al entorno mediático y social con su megalomanía, pero nunca pudo sacudirse de la solapa esa imagen de mal gestor que acabaría por desterrarlo de su propio estadio. Nada cambió sin él, ya que la pretendida revolución tuvo como caudillo a Vicente Soriano, una suerte de Curro Jiménez que descendió de las montañas espoleado por el más noble idealismo pero sin otro apoyo a la hora de la verdad que su desvencijado trabuco carente de munición.
No ha sido el caso de Llorente. El mesiánico retorno vino acompañado de un cheque en blanco, basado en la convicción de que si alguien puede reflotar a este club es este obseso de los números, rojos a ser posible, que tapaba agujeros en los despachos mientras Ranieri y Benítez atiborraban de trofeos las vitrinas.
No es que a Llorente se le haya agotado el crédito, pero el sepulcral silencio deja ya paso a un inquietante murmullo en la platea. Las quejas de Fernando, despedido de malas formas se mire por donde se mire, invitan a aguzar el oído. Y entonces escuchas cosas. Este lamenta que no haya más vía de ingresos que la descapitalización deportiva; aquel se pregunta qué pasa con la ampliación de capital fantasma... Y si coges el teléfono, del otro lado del hilo llegan tambores de guerra que anuncian una incipiente revolución. ¿Otra más?

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 27 de agosto de 2010)

Fernando Gómez: "El daño que Llorente me ha hecho es muy grande a nivel mental, personal y profesional. Cuando lea esto le va a gustar»


Exhibe engañosa sonrisa, pero no puede velar la evidencia. Atraviesa el peor verano de su vida. Lleno de bajones anímicos. Confiesa que el último fue el pasado domingo. El regreso de la competición le recuerda lo que trataba en vano de olvidar, que ya ni pincha ni corta en el Valencia pese a que la renovada plantilla de Emery es más suya que de nadie. La primera pregunta resulta obligada.


-Lo veo bajo de moral.

-El daño que Llorente me ha hecho es muy grande, a nivel mental, personal y profesional. Sé que cuando lea esto le va a gustar. Le va a gustar leer que estoy dolido. Las primeras semanas lo pasé francamente mal. Ahora sólo a ratos, cuando pienso que me apartaron de un cargo que era el sueño de mi vida.


-A punto de rodar el balón, parece lógico empezar hablando de fútbol. ¿Qué espera de un Valencia desprovisto de sus iconos?

-Los objetivos son los mismos. Desde que se creó la Champions, el Valencia siempre ha aspirado a jugarla. Y ahora no descuidemos la Copa, donde llegar lejos no es difícil.


-Como artífice de esta plantilla, ¿cuál es su talón de Aquiles?

-Puede ser más anímico que futbolístico. El equipo se ha fortalecido atrás, tiene mayor variedad en el centro del campo, conserva la profundidad en las bandas y arriba hemos contratado a los dos mejores delanteros españoles de la actualidad con un precio razonable.


-¿Comprende que si la mejora contractual de Mata está decidida no se haya resuelto ya?

-Sí. Se está haciendo demasiado largo. Estoy de acuerdo con Juan y su padre. Si es un asunto económico, el descenso del coste de plantilla ha sido tan grande que la situación debería estar arreglada ya.


-Hábleme del runrún del verano. ¿Se vendió barato a Villa?

-Teniendo en cuenta que el Barça ofreció 42 millones el año anterior, es una buena venta. Lo que no sé si se planteó, y habría estado bien, es incluir alguna cláusula vinculada a su rendimiento en el Mundial.


-¿Lo entiendo como autocrírica? Usted era director deportivo.

-Esa operación la llevaron absolutamente Llorente y Javier Gómez.


-¿Por qué desaconsejó a principio de año la continuidad de Emery y a la hora de la verdad rectificó?

-Si yo dudaba en enero, sé de una persona que aún lo hacía más: el presidente. Cambié de opinión porque en cuatro meses Unai demostró manejar mejor el grupo y logró buenos resultados, pero sobre todo la plantilla iba a cambiar tanto que entraríamos en un nuevo escenario donde el técnico debía sentirse muchísimo más cómodo.


-¿Porque es más manejable un vestuario sin vacas sagradas?

-La temporada pasada había menos confianza en las rotaciones. El club tenía necesidad de ir a la Champions y el entrenador usó mucho a los jugadores que más conocía, poniendo en riesgo su rendimiento. Había partidos en los que estaban realmente cansados. Ahora no tenemos 14 o 15 futbolistas que pueden jugar, sino 19 o 20.


-¿Por qué le está costando tanto al técnico ganarse a la grada?

-Pues no lo sé. Creo que es por su actitud en el banquillo, sus ruedas de prensa... Por aspectos ajenos a lo futbolístico y que influyen cuando una persona ve un partido y el resultado es malo. Pero normalmente los onces que saca son lógicos. Ojalá acaben las críticas.


-¿Cuántas veces ha rumiado las acusaciones que le regaló el club?

-No demasiadas, porque fueron cuestiones muy subjetivas y difícilmente valorables. Cómo se mide la implicación, la mentira, la actitud. Escuché sentado en el coche el comunicado que leyó Javier Gómez. No me gustó, pero salí euforico. Ni aportaron ningún dato ni tumbaron mis afirmaciones.


-Cita a Javier Gómez. ¿Le dolió que alguien tan próximo a usted pusiera voz a ese comunicado?

-Nuestra relación era estrechísima. Él sabía muchas cosas que me pasaban a mí en la época de Soriano y que sólo debía saber yo. Confianza total. Pero su cambio de actitud con la llegada de Llorente fue absoluto. No entiendo que alguien que puede decir «me voy y cobro lo mismo que si me echas» acepte leer ese comunicado. La expresión de su rostro y cómo lo leyó hace hasta pensar que estaba de acuerdo. Pero no, creo que interpretaba un papel.


-¿No lo esperaba?

-Es verdad que un día me avisó: «Fernando, ten cuidado, intenta hacer esto o lo otro». Pero yo entiendo otra manera de hacer las cosas. Aquí no actuamos como se debe hacer, sino como quiere Llorente que se haga. ¿Y quién corrige a Llorente si lo que opina está mal?


-¿El suyo fue un despido maquiavélico? ¿No lo tiraron hasta que dejó clarita la lista de la compra?

-Llorente me echó en el momento justo en que era imposible encontrar ya otro sitio donde trabajar, sin tiempo para planificar, y cuando menos tenía que pagarme de indemnización. Sí. Estaba todo muy bien pensado y planificado.


-¿Se siente traicionado al pensar que alguna de las acusaciones del club se sustenta en informaciones que sólo Braulio poseía?

-Eso es lo más duro. Yo hablé varias veces con él de lo que podía pasar y le dije que, aunque me echaran, el siguiera en el club. Es un amigo, era un amigo, al que traje de La Coruña. Vendió su casa allí, compró una aquí, vino con su mujer y sus dos hijos. Debía aprovechar esta oportunidad. Pero hay cosas mías que ellos han hecho públicas y yo no he hecho públicas cosas que también sé de ellos. No veo bien que una persona a la que yo traje aporte datos para ser utilizados en contra mía. Yo nunca he hablado mal de Vicente Soriano. Esperaba cierta fidelidad y agradecimiento.


-¿A qué atribuye el recelo que Llorente sintió hacia usted desde el primer momento?

-Lo reconozco. Ni a mí me gustó que lo eligiesen presidente ni a él que yo fuera su director deportivo.


-Lo tiraron para ahorrarse un sueldo. ¿Se ha bajado ya Llorente el suyo como prometió?

-Creo que no.

-Usted es consejero. ¿Se lo recordará en la próxima reunión?

-No. Es algo tan metido en la mente de los aficionados que ya hará lo que le dé la gana. Me da igual. Que se baje el sueldo un 10 o un 15 por ciento lo veo una chorrada.


(Entrevista publicada en LAS PROVINCIAS el 27 de agosto de 2010)

Mata merece más tacto

Cuesta imaginar que el presidente del Valencia pudiera llegar a sentirse cómodo en un mundo perfecto. Manuel Llorente es de esos tipos nacidos para nadar en aguas revueltas, un adicto a los números rojos y las situaciones límite. Mejor cualquier azaroso escenario que amodorrarse en el sofá viendo desfilar el verano menos convulso de la historia reciente del club. Con la oposición adormecida, el trance de la venta de Villa y Silva superado y el incómodo Fernando de vacaciones forzosas, Llorente necesitaba encontrar su particular profesor Moriarty. Y el caso Mata se lo ha brindado.

Lo que ocurre con el joven campeón del mundo daría trabajo a un gabinete de psicoanalistas. El Valencia ve en él un empleado ejemplar, la afición lo idolatra y el futbolista completa el triángulo amoroso al aceptar su rol de buen grado. ¿Dónde está entonces el problema? Ni siquiera el desfasado contrato debería romper la armonía. Mata entendió hace un año que no era momento de demandas salariales y condujo su queja por la senda de la elegancia. Como el club, que admite la injusticia y lleva meses prometiendo subsanarla.

Pero algo falla en esta ‘love story’. Al Valencia le ha mejorado la vida. Ahora hay liquidez, dinero para fichajes, y el adagio de que las palabras se las lleva el viento atrona en los oídos de un agente que además es padre del futbolista. Juan Manuel Mata se equivocó al lacerar la imagen de su hijo con un discurso incendiario la noche de su bautismo como icono de Mestalla. Pero el error es humano. Si la agenda de Llorente ya reserva un día de septiembre para renovar a la estrella, sólo el orgullo impide adelantar la fecha e iniciar la Liga en paz. Sería el justo premio a quien acaba de firmar otro ejercicio de lealtad abstrayéndose de los cantos de sirena que sí hipnotizaron a Villa.
Lo contrario es arriesgarse a que alguien susurre al oído del jugador que lo inteligente sería no renovar, aguantar hasta el próximo verano con su sueldo de becario y entonces, a un solo año de acabar su contrato, hacer la de Özil. No creo que Mata actuara así, pero comprobarlo parece una temeridad.



(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 22 de agosto de 2010)

Una vida esperando este día

Chifla el árbitro húngaro. España está en la final del Mundial. Brincos, alharacas, abrazos, algún que otro exabrupto fruto de los nervios incontenibles y una reflexión: los nacidos en las generaciones del setenta y anteriores somos unos privilegiados. La euforia embriaga ahora a todos por igual, pero un éxito de este calibre sólo se saborea en su plenitud cuando antes se ha sufrido una hemorragia de decepciones deportivas.

Si hurgo en mis recuerdos de aficionado sólo hallo desencantos mundialistas, carnaza para el victimismo. Lloré con Eloy en México’86 ante el bofetón de la injusticia encarnada en aquel porterazo llamado Pfaff. Sentí que eran mis narices, y no las de Luis Enrique, las que reventó el camorrista Tassoti en Estados Unidos’94. El árbitro sinvergüenza de Japón y Corea 2002 desveló el lado oscuro de mi personalidad, cuatro años después de que el autogol de Zubi en Francia me dejara con cara de lelo.

Son historias de cuando la roja no era la roja, sino la selección, y a quien enarbolaba una bandera española lo llamaban facha. La frustración se convirtió en estigma transmitido de generación en generación. Mi padre me habló del (no) gol de Cardeñosa tanto como yo a mis hijos del atraco asiático de Al Ghandour.

Pero para ellos esto no son más que batalletas. España arrasa en cualquier deporte y esa falta de autoestima tan cercana en el tiempo parece ahora prehistoria. Cuando esta noche seamos campeones del mundo de fútbol, porque lo seremos, todos lo festejaremos. Sin embargo, una vez que la euforia deje paso a una dulce resaca, propongo a los nacidos en los setenta que recordemos de dónde venimos. Que rescatemos del olvido los tiempos en que José María García, banda sonora de nuestra adolescencia, celebraba con retintín que ningún nadador español se ahogara en plena competición. No hace mucho, ganar una mísera etapa del Tour era una gesta, el tenis masculino no existía, la NBA se jugaba en Marte y la Fórmula 1 ni la mirábamos. Hoy somos los reyes del deporte. Ahora sólo falta avasallar en el deporte rey.


(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 11 de julio de 2010)

Elige, Manolo: ¿Susto o muerte?

A Llorente se le podría aplicar aquel chiste tonto del “elige, ¿susto o muerte?” Encaró su segundo año de mandato entre la espada que blandía el concurso de acreedores y la pared del populismo futbolero. Completó sin pestañear el trabajo sucio encomendado. Vendió a Villa, luego a Silva, y cuando creyó superado el trance llegaron los goles del asturiano en Sudáfrica para suscitar un debate tan demagógico como ventajista.

Es indiscutible que 40 millones por el mejor delantero del mundo saben a exiguo botín. ¿Y 45? No es cuestión de cifras. Simplemente Villa no tiene precio. Andan sobrados de razón quienes sostienen que el Guaje podría haberse revalorizado en el Mundial. Entraba dentro de las probabilidades, tanto como que una grave lesión abortara su traspaso. ¿Y qué sería del Valencia en tal caso? Este club, por desgracia, carece desde hace mucho tiempo del mínimo margen para especular. En situaciones de extrema necesidad, optar por el pájaro en mano puede no ser lo más afortunado, pero sí un alarde de sensatez.

Habría que actualizar el adagio según el cual cada aficionado alberga en su interior a un entrenador. Añadamos ahora a un analista financiero y hasta un ministro de Hacienda. Así se llega a dogmatismos que pasan por alto que no es lo mismo valor y precio, que este último lo fija el comprador y que en cualquier caso Llorente tenía las manos atadas, porque la operación quedó más que sellada hace un año, cuando los abrazos entre el hijo pródigo y los peñistas ocultaron un pacto tácito para la salida que se ha cumplido puntillosamente.

No soslayemos que entonces Florentino, el mayor francotirador de la historia del mercado balompédico español, ofreció 25 irrisorios millones más Negredo. Y que el Barcelona no llegó a lo que ahora pagará por un Villa con un año menos de fútbol y que deja al Valencia en Champions.

En 2009 salió al auxilio del club una ampliación de capital que ha tenido mucho de chapuza. Bendita chapuza, aun así. Ahora ha tocado vender a las estrellas. El otro camino, mucho más cómodo, era aceptar alguna ridícula oferta por las parcelas de Mestalla. Menudo ejercicio suicida habría sido ese. Pese a todo, Manolo, lo dicho. ¿Susto o muerte?

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 4 de julio de 2010)

Mata, el rostro del futuro

La vida le reservaba un papel de secundario de lujo. Su nombre nunca figuró en la selecta lista de los elegidos para la gloria. Pero bajo el sencillo ropaje de este Clark Kent del siglo XXI anida un héroe. O al menos eso se espera de Juan Mata, porque él es la piedra sobre la que Manuel Llorente ha decidido edificar el nuevo Valencia.

Cuando emergieron las miserias del club, la militancia blanquinegra se enfrentó a una escalofriante disyuntiva: ¿A quién vender, a Villa o a Silva? Nadie imaginaba entonces que se irían los dos y que Mata, antítesis del narcisismo futbolístico, se enfrentaría a la ingrata labor de tirar del carro.

No debería de ser obstáculo insalvable para el más antidivo de los murciélagos que ha tenido el escudo del Valencia. Si algo acredita Juanín es su destreza en vivir a contrapelo. Entró en Mestalla por la puerta de servicio, como reto personal de Carboni. Todo era ruido alrededor suyo: la guerra entre el italiano y Quique con Sneijder de proyectil, la multimillonaria apuesta por Zigic, el azaroso aterrizaje de Wollstein, heraldo de la decadencia del solerismo...

Mata soportó en tres meses la destitución de su mentor y la desconfianza de Quique. Pudo irse cedido en el mercado invernal, pero se alistó en la resistencia y Koeman lo rescató en su único servicio al Valencia. Esa tenacidad ha moldeado al gran futbolista por quien hoy suspira el oráculo Guardiola, un chaval que llegó en el mismo paquete que el inédito Sunny y ha multiplicado por veinte su valor de mercado.

No habrá que comprobarlo, porque Llorente ha decidido cerrar el grifo de las salidas. Por salario, implicación y humildad, Mata es la cara de un Valencia en plena reconstrucción. Pero el movimiento se demuestra andando. Otro tipo de perfil más belicoso ya habría orquestado una revolución. La desaceleración económica del club no justifica que el emblema blanquinegro sea uno de los jugadores peor pagados, con promesa incumplida incluida. Mejor prevenir ahora que lamentarse cuando acabe contrato.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 27 de junio de 2010)