El presente sería muy distinto para ellos de haber coincidido bajo un mismo escudo. Palop echó en falta en su día a un compañero honesto como César. Y éste habría preferido jugársela con un veterano en vez de un niño prodigio.
Sus vidas discurrieron paralelas. Rebasados los treinta, gozaban de un sólido puesto de trabajo y un sueldo indecente en la empresa donde siempre anhelaron perpetuarse. Pero en realidad eran dos parados con empleo fijo. El gusanillo escarbaba en su orgullo profesional. Criados en la época en que los maestros de escuela pasaban hambre y sólo los padres comían huevos, ni Andrés ni César querían acomodarse en su jaula dorada.
Como hacen tantos colegas suyos cuando los años pesan más que la ambición, pudieron mirar al fútbol como quien escruta las cláusulas de un plan de pensiones. Vencieron a esa tentación. Al igual que el buen aficionado al cine paladea hasta los títulos de crédito, ellos decidieron convertir su otoño deportivo en primavera.
De la mano sin saberlo, se fueron de casa para triunfar. Palop es emblema del mejor Sevilla de la historia y César, que llegó con la humildad de un becario, seis meses a prueba, se ha ganado dos renovaciones contra pronóstico en Mestalla. Los viejos zorros de vidas simétricas miden hoy sus fuerzas. Estaremos con el cacereño, pero los paradones del valenciano dolerán menos. Aunque pace lejos de casa, es también uno de los nuestros.
(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 31 de enero de 2010)
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