Salgan, corran y honren este escudo

Diógenes, zángano vocacional, acuñó una de esas perogrulladas que calan de forma incomprensible en el acervo popular. El movimiento se demuestra andando, sentenció en cierta ocasión. Y a ello debe entregarse este Valencia, más dado a secundar al filósofo en los hábitos que en el pensamiento. El orgullo no se defiende con palabras, sino a través de los hechos. Para ganarse el perdón de esta lacerada afición hay que dar el callo en el campo, en lugar de llenar de vanas promesas el ciberespacio o las salas de prensa.

Salgan, corran y honren este escudo, que ya va siendo hora. Cuando Llorente fue llamado a filas para administrar oxígeno a un club mortecino, su discurso tuvo el aroma propio de la amenaza. Si el Valencia quería aferrarse a la supervivencia, nadie podía permitirse el lujo de dar más pasos en falso, proclamó el presidente.

Aquella advertencia no fue gratuita y la presión se aposentó en todos los despachos de la entidad. Calienta el cogote de Llorente y Gómez por la imposibilidad de colocar las malditas parcelas. Horada la credibilidad de Emery cada vez que un resultado le emborrona el expediente. Angustió primero a Fernando y ahora a Braulio, retados a mantener el pulso con los ricos pese a pescar en caladeros de pobres. Justo es que esa misma tensión penetre de una vez en el vestuario, se adhiera como lapa a la camiseta y martillee la conciencia de todo aquel jugador que se ahorre una sola gota de sudor.

La crisis no ha impedido que en los tres últimos años hayan llegado, cantera al margen, dieciséis futbolistas. Tres porteros, seis defensas, tres centrocampistas y cuatro delanteros. Sólo la mitad de ellos han demostrado con su rendimiento ser dignos de este club. Humillaciones como la infligida por el Madrid, transatlántico en Mestalla y patera ante el Zaragoza, explican que aquí los objetivos no vayan de la mano de las sensaciones. Los cinco partidos que quedan deben ser para esta plantilla un examen de valencianismo. El que quiera la redención, que se la gane. Y al carajo con el resto.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 1 de mayo de 2011)

Una afrenta para la historia

Humillaciones como la sufrida ayer en Mestalla arruinan una temporada. Ahogan la ilusión que generaron la manita al Villarreal o el estallido goleador de Soldado. Cuestionan la implicación de una plantilla que volvió a lucir ese raído sudario de indolencia que ingenuamente creíamos abandonado en algún perchero de La Romareda. Extienden una alfombra roja entre Emery y la silla eléctrica, dejando con cara de bobos a quienes defendemos la viabilidad del sistema. Avalan los titubeos de Llorente, tan carentes de sentido si se interpretan desde la lógica como sensatos cuando la lectura emana de las tripas. Esas que ayer se nos revolvían al ver el pasillo al Madrid, una menudencia a tenor de la vergüenza que se avecinaba.

El Valencia dejó escapar el tren de la ilusión. Enterró el señuelo para una afición que no anda precisamente sobrada de estímulos. Este equipo podrá ser tercero en la Liga, pero carece ya de fuerza moral para reivindicar el cariño de la grada. El ridículo ante el Real Madrid forma parte de la leyenda negra. Es historia por la contundencia del marcador y lastre emocional si se le añade la forma en que se perpetró la afrenta; la superioridad de un adversario cuyos suplentes no hicieron más goles porque no los necesitaron y que se permitió el lujo de dar vidilla al desahuciado equipo de Emery en los minutos de la basura.

El bochornoso espectáculo blanquinegro ahoga toda excusa, incluso una evidencia tan innegable como el desequilibrio que brota de cada poro de este torneo entre dos terratenientes y dieciocho desharrapados. Mourinho, plañidera cuyas lágrimas han anegado tantas salas de prensa, puede alinear a nueve reservas en Mestalla y presentar un equipo sólido, lleno de jugadores que serían titulares en cualquier rival, por ejemplo el Valencia. Pero eso que nos lo cuenten otro día. Tras lo de ayer suena a milonga facilona, vacuo argumento para enmascarar la lamentable actitud de un vestuario cuyas escamas ya ni traspasan las otrora temidas llorentinas.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 23 de abril de 2011)

Una de romanos

Cuentan que una valiosa provincia romana, cuna de prosperidad, se zambulló en la más abyecta espiral de degradación. Bacanales, desgobierno y saqueos arrasaron el vergel, amenazando con extender la ruina por todo el Imperio. Alarmado, el emperador buscó en su círculo íntimo a un hombre de hierro a quien encargó la misión de proteger las últimas huellas de civilización en la decadente plaza.
Dicen que el nuevo gobernador aplicó impertérrito el exhaustivo plan de reformas encomendado y que los resultados no tardaron en apreciarse. Las noticias que llegaban a Roma eran tranquilizadoras. La plebe asumió la abolición del lujo y la austeridad dio paso a una sociedad ascética que comenzó a emerger.
Aseguran que estos tímidos brotes verdes no evitaron que el elegido se sumiera en honda depresión cuando no quedaban ya excesos a los que renunciar. Tuvo entonces que entregarse a la ingrata labor de comunicar al emperador que nunca recuperaría la fortuna que invirtió en la provincia, debiendo contentarse en su lugar con unas devaluadas tierras que nadie quería. Y no acababan ahí los tormentos. Presionado por el pueblo, el gobernador buscaba la fórmula para hacer pagar a sus antecesores por los desmanes cometidos sin menoscabar aún más los intereses de Roma. Y a ello se añadía el desdoro de contar con un infiltrado en su gobierno, un vestigio de la más negra etapa del pasado.
Comentan que el enviado buscaba consuelo en el anfiteatro, pero tampoco ahí lo hallaba. La crisis obligaba a contratar escuálidos gladiadores, nada que ver con los bragados tiarrones de antaño. Procedían además de regiones inexploradas y había que traerlos fuera de época para adelantarse a los emisarios de coliseos más pudientes. Encima, el adiestrador cayó en el descrédito social. Los combates que preparaba eran aburridos y aunque el gobernador siempre dijo apoyarlo, lo hizo de forma tan insustancial que sólo contribuyó a que el público pidiera su cabeza y hasta los luchadores se rieran de él. Esto le tornó egoísta, olvidando a los jóvenes de la escuela que soñaban con blandir espada o tridente sobre esa venerada arena.
Cuentan, dicen, aseguran, comentan... Fatua leyenda propia del péplum más barato. Cosas así sólo pasan en el cine.