El Valencia toca techo

Si quedaba algún atisbo de pasión contenida, ésta se desbordó en la mágica noche del pasado domingo. Si la hemorragia de celebraciones que ha vivido el Valencia dejó alguna lágrima de emoción por verter, seguro que no resistió los acordes del 'We are the champions' de Queen, convertido en himno mundial del fútbol.
Cuando todos los límites parecían ya superados, Mestalla volvió a enloquecer. Vivió con inenarrable intensidad la última gran fiesta de la temporada, en la que por fin las dos copas del doblete se vieron las caras sobre el verde tapete de los sueños ya nunca más prohibidos.
Los 53.000 apasionados del fútbol que asistieron al partido contra el Albacete tienen sobrados motivos para mirar al futuro con optimismo. Pero quizá no todos ellos sean conscientes del momento histórico que viven.
El Valencia ha culminado un ciclo sin parangón. En cinco años gloriosos ha conquistado dos ligas, una Copa del Rey, una Supercopa de España y una Copa de la UEFA. Además, fiel a la máxima de que para ganar una final hay que perder muchas otras, hincó dos veces las rodillas en las puertas del nirvana balompédico, cuando ya acariciaba con las yemas de los dedos la cotizada Champions League.
Cinco títulos y dos subcampeonatos jalonan un lustro glorioso. Pero, aun siendo demoledor el fondo, todavía lo es más la forma. En el cenit de la historia del club han desfilado tres entrenadores por Mestalla. Cúper hizo olvidar a Ranieri, Benítez a Cúper y los tres son inolvidables al mismo tiempo. El sillón presidencial ha tenido dos inquilinos. El Valencia ha vivido permanentes luchas intestinas entre sus accionistas. Las deudas mantienen congelada la plantilla desde hace años, y la ausencia de refuerzos ha venido agravada por la traumática salida de ídolos como Claudio López o Mendieta.
Pocos clubes hubieran superado tan duros mazazos. El Valencia, por el contrario, ha ido sumando éxitos mientras los agoreros pronosticaban un permanente fin de ciclo, preámbulo de hipotéticos abismos deportivos, que por fortuna nunca llegaron. Ahí reside el mérito del club. Su grandeza. Ha aprendido a estar por encima de entrenadores, presidentes y jugadores.
Eso es lo que ahora debe valorar la afición. Los 53.000 incondicionales que vivieron en Mestalla el epílogo de la temporada, y todos aquellos que hubieran deseado hacerlo, deben mirar al futuro con esperanza. Pero lo realmente importante es disfrutar del presente. Un vistazo al pasado no tan lejano, a aquellos crudos inviernos que la euforia ya ha enterrado en el olvido, ayuda a entender mejor lo privilegiado de esta generación de valencianistas. Entonces el gozo será todavía mayor.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 27 de mayo de 2004)

La volatilidad del fútbol

El fútbol ha sido justo con el Valencia. El rodillo de Benítez no merecía otro premio que la victoria liguera, tras protagonizar un final de temporada inmaculado. Mientras en Madrid se adoraba al becerro de oro, Mestalla ha disfrutado de un equipo con menos glamur, pero de estructura rocosa, fiel exponente del fútbol total.
El desenlace liguero ha puesto de manifiesto muchas realidades. Una de ellas, la valentía y la honestidad de Benítez. Para un técnico al que se niega el pan y la sal en el capítulo de refuerzos, nada hubiera sido tan fácil como jugar siempre con su once de confianza, olvidar las arriesgadas rotaciones y precipitar así un seguro fracaso deportivo más nocivo para el consejo que para un entrenador con coartada.
Otras muchas conclusiones se pueden extraer del triunfo del Valencia, pero casi todas ellas conducen a un principio general: la volatilidad del fútbol. ¿Quién hubiera intuido este orgasmo balompédico aquella ya lejana noche del 28 de enero, cuando la eficacia del Madrid ahogó los sueños de remontada en la Copa del Rey y la fiesta del valencianismo se tornó en un velatorio con gritos contra el consejo de administración?
Poco más de tres meses después, el Valencia es campeón de Liga, acaricia un doblete histórico y el presidente de aquel vituperado grupo rector se ha erigido en un dios para la afición. Si se quiere entender este mundo de locos, a veces no queda más remedio que recurrir a la tópica filosofía de Boskov: fútbol es fútbol.
No sólo Ortí ha comprobado la ilógica lógica de un deporte tan visceral como éste. Roberto Fabián Ayala ha pasado en pocos meses de portar el estigma de pesetero e ingrato a convertirse en lo que nunca dejó de ser: un profesional que dará todo por el Valencia mientras porte su escudo en el pecho. Y eso es mucho cuando se habla del mejor defensa central del mundo.También Rufete sabe lo que significa la transición de villano a héroe. Y Curro Torres... Y el mismísimo Valencia, por quien nadie hubiera apostado tras la concanetación de derrotas frente al Barcelona y el Espanyol.
La resurrección en la Liga tuvo día y hora. El punto de inflexión llegó en Mestalla ante el Deportivo. Aquella noche el Valencia, a ocho puntos del líder, ganó sin merecerlo. Con un jugador más que los gallegos, su agonía hizo prever un desfondamiento letal.
Pero este equipo se confeccionó con la misma madera que su técnico. Se rehizo, recogió de los suelos la autoestima y convirtió el tramo final de la Liga en un espectacular eslalon, fruto de obstáculos que sorteó sin vacilar.
El Valencia superó las lesiones, sobre todo la de su estrella mediática. Aguantó los embates procedentes de Madrid. Soportó arbitrajes demenciales. Se abonó a los récords y reconquistó la Liga como lo hacen los grandes equipos: sin esperar a la photo finish. Enhorabuena, campeones.

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 14 de mayo de 2004)

El Valencia pone rumbo a un doblete histórico


Valencia, 1; Villarreal, 0


Bufandas al aire. Cánticos enloquecidos. Nadie abandonó su butaca hasta que la fiesta se trasladó a la calle. Los abrazos sobre el césped quedaron en un segundo plano ante la locura colectiva que se apoderó de las gradas. El Valencia tiene una cita con la historia, el sueño de la Liga se solapa con el de la Copa de la UEFA y el equipo superó anoche con brillante desparpajo el penúltimo gran obstáculo en su camino hacia la gloria.

La denostada competición continental reservaba un inesperado regalo, un manjar para paladares exigentes. Valencia y Villarreal desplegaron un fútbol vibrante, lucharon hasta la extenuación por hacerse un hueco en la historia y confirmaron que la verdadera final de este torneo, al margen de cuanto ocurra en Gotemburgo, se ha disputado en Mestalla.

Hubo dos partidos en uno. El primero duró apenas quince minutos de una intensidad superlativa. En ellos el rodillo de Benítez demostró que la ilusión por el doblete pesa mucho más que los kilómetros recorridos a estas alturas de temporada. Xisco y Sissoko lograron que nadie añorara a Vicente y Rufete, aunque el arranque visceral no tuvo nombres propios, sino la vitola de un juego colectivo arrollador.

El asedio blanquinegro no tardó en desorientar al Villarreal, y en sólo cinco minutos Reina y sus compañeros de resistencia ahogaron hasta cuatro veces, sobre la misma línea de puerta, el grito de gol de una grada tan desmelenada como su equipo. En su intento por hacer valer el peso de la historia, el Valencia buscaba el marco rival desde cualquier posición, sin complejos, y lo encontró de la forma más inesperada: un balón dividido, un salto limpio entre Belletti y Mista, un mínimo contacto... y penalti. El libro de estilo de Díaz Vega ha rebasado los Pirineos.

El mano a mano desde los once metros no tenía desperdicio. De frente, el pichichi del fútbol español. De espaldas, un portentoso parapenaltis. Mista no lo pensó. Desenfundó primero y firmó un blanco perfecto. Un gol que vale una final continental.

La eliminatoria estaba encarrilada, pero no resuelta. Abortados todos los esquemas, empezaba un nuevo partido. Apenas un cuarto de hora había necesitado el Valencia para elevar al marcador su derroche de ambición, justo el tiempo que tardó su adversario en entender que jamás se ha escrito nada de un cobarde. A fin de cuentas, el Villarreal seguía estando a un gol de Gotemburgo.

Sin el colchón que proporcionaba una prórroga ya imposible, ambos equipos se pusieron en manos del fútbol y el espectáculo eclosionó. El submarino amarillo, lastrado por la apatía de Riquelme, redescubrió a Cañizares gracias a la movilidad del hiperactivo José Mari y el peligro del siempre amenazante Anderson. Mientras, el trasatlántico blanquinegro, tras poner en orden las emociones, activó su fulminante acordeón. Tensión defensiva, desgaste ejemplar de un Albelda omnipresente y endiablados contragolpes. Sissoko, Angulo y Mista permutaban posiciones, Xisco enloquecía a Belletti y el fútbol total se apoderó de un Mestalla convertido en meca del fútbol.

El escenario cambió por completo. En 30 minutos apoteósicos, Valencia y Villarreal resucitaron la depauperada Copa de la UEFA. Y el espectáculo prosiguió tras el descanso, aunque, a medida que se oteaba en el horizonte la silueta de Gotemburgo, la fiesta del fútbol ofensivo se fue diluyendo hasta devolver su trono a la estrategia y la calculadora.

El cuadro castellonense aceptó con agrado el regalo de la pelota, aunque durmió el partido cuando lo que necesitaba era ponerlo en ebullición. Cimentó sus esperanzas en el peligro que llevan sus artistas adherido a los borceguíes, pero el fútbol, cuando carece de gol, es baile de salón. Por eso el Valencia, sin perder la cabeza, anduvo siempre más cerca de la sentencia que el Villarreal.

El descomunal Reina asumió la responsabilidad de mantener viva la emoción y sus grandes intervenciones obligaron a Benítez a quemar todas las naves. Primero fue Vicente quien dejó a un lado gripes y goteros para devolver la cordura a una vanguardia donde Sissoko, magnífico hasta entonces, comenzaba a ser un tapón. Y luego llegó la hora de Pablo Aimar. Velocidad y pase. El técnico madrileño quería sentenciar.

Sin embargo, al Valencia le va la emoción. Tiene querencia a las sensaciones fuertes. Sus mejores ocasiones murieron en las manos de Reina, muy acertado toda la noche, cuando no lo hicieron en las botas de Coloccini, lo que deparó una recta final presidida por la incertidumbre. Emoción que no hizo sino dar más realce a la victoria y al pase a la final de la Copa de la UEFA, merecido ante un honrado Villarreal. El doblete llama a la puerta. El próximo 19 de mayo aguarda una cita con el destino. Hay un trofeo y una buena porción de gloria esperando a su propietario. Y en ella no sonará la Marsellesa.

(Crónica del partido de vuelta de las semifinales de la Copa de la UEFA 2003-04, publicada en LAS PROVINCIAS el 7 de mayo de 2004)

El Valencia ensaya el alirón

Valencia, 2; Betis, 0


El crack, el gran Aimar, ha vuelto. Y lo hace en el mejor momento, como invitado de lujo a una fiesta, la del título, a la que sólo falta buscarle día y hora. El Valencia sentenció anoche la Liga y aplastó al Betis sin contemplaciones, con la suficiencia de quien se sabe superior; de quien ya se siente campeón.
El equipo de Benítez se ha adueñado del tiempo. No mira al reloj, ni corre de forma atolondrada. Para él, se terminaron las prisas. Anoche necesitaba la victoria como el comer, pero supo elucubrar de forma maquiavélica con su destino. Esperó hasta conocer las prestaciones del contrario y, cuando vio que éste en realidad no existía, que se estaba jugando la Liga consigo mismo, aún tuvo arrestos para aguardar una oportunidad que, por fuerza, tenía que llegar.
Al margen de la victoria, el duelo ante el Betis dejó otras muchas buenas noticias. Una es, lógicamente, el regreso de Pablito. Basta con ver cómo juega el Valencia con él para entender cuánto le echaba de menos. Pero igual de providencial ha sido la resurrección de Baraja. Cuestión de mimetismo. En cuanto Aimar comenzó a gambetear, el vallisoletano recuperó su mejor imagen. Fue el otro protagonista de la noche, ya que de sus botas partió el mágico pase del primer tanto y el disparo que, tras el descanso, finiquitó el encuentro y, probablemente, la Liga.
El Valencia no goleó porque no lo necesitó. Es la conclusión lógica de una confrontación absolutamente desequilibrada. A un lado del cuadrilátero estaba el mejor de los onces que puede alinear Benítez, sin más sorpresa que la baja de Carboni por lesión. Al otro, un Betis desangelado, más pendiente de los últimos coletazos de la Feria de Abril que de jugarse los cuartos ante un púgil que hace de la honradez su principal virtud. Al trivote de Víctor Fernández le quemaba la pelota en los pies, mientras que dos puñales como Joaquín y Denilson parecían en Mestalla simples cuchillas de afeitar.
Los andaluces apenas dieron un par de sustos. Todo el peso del juego recayó en este Valencia poliédrico, capaz de desconcertar al contrario con su deprimente solidez defensiva, cimentada en un imperial Ayala, y de obnubilarlo acto seguido con inesperadas hemorragias de fútbol de ataque.No hubo partido, sino un soliloquio blanquinegro. Como los grandes escaladores, el cuadro local funcionó a tirones. Y cada vez que tensó la cadena, el Betis se desfiguró hasta perder rueda. Si en quince minutos, los primeros, no pasó nada, en apenas sesenta segundos el área de Prats se vio cercada, con letales saques de esquina y hasta dos balones consecutivos repelidos bajo los palos por Tais y Juanito. Así discurrió el partido. Así ganó el Valencia.
Embestidas como ésta servían para tranquilizar a una grada entregada al delirio sin reservas: al margen del marcador, el F-18 de Benítez funcionada a pleno rendimiento. Todo era cuestión de paciencia. Volaba con el piloto automático y no necesitaba más. Adolecía de falta de continuidad en el fútbol ofensivo, pero destilaba jerarquía.
Ni siquiera contratiempos como la lesión de Rufete cambiaron el alentador panorama. Y eso que su duelo con el imberbe Melli prometía llevar al Betis a la bancarrota. Pero el líder es, además del mejor equipo de España, el más versátil. Entró Jorge López por el alicantino y Benítez ni retocó su dibujo táctico.Mestalla era una olla a presión y sólo faltaba un gol para hacerla estallar. Mista, que lo buscó con ahínco durante toda la noche, hubiera mojado antes del descanso de no emerger de las penumbras un imponente Prats.
Pero el gran caramelo estaba reservado para un secundario, el tantas veces discutido Curro Torres. Baraja le dio un pase sideral, Denilson tomó la voz cantante en una defensa de tuna y el lateral blanquinegro, héroe por accidente, se encontró con el balón y con un pasaporte para la posteridad: 1-0.Si lo visto hasta entonces ya era muy bueno, lo mejor estaba por llegar. Angulo, renqueante, dejó su puesto a Aimar y el argentino apenas necesitó tres minutos para convertir una gran asistencia de Jorge López en un pase todavía más espectacular a Baraja. El centrocampista, de toque sutil, abrió las puertas de la sala de trofeos.
El estrambótico Betis se descomponía por momentos. Su línea medular, deleznable, veía circular con impotencia los pases de Aimar, enloquecía ante los quiebros de un Curro que por momentos pareció evocar a Maradona y el chaparrón de fútbol parecía conducir a una lluvia de goles.Tal era el empuje de sus hombres que Benítez tuvo que pedirles mesura para evitar que la borrachera de emociones desembocara en una inesperada resaca. Como la que impedirá a Mista jugar el partido de Sevilla por un lance infantil. No pasa nada. Este Valencia, por encima de una colección de nombres, es un equipo. Y huele a campeón.
(Crónica del partido Valencia-Betis correspondiente a la Liga 2003-04, publicada en LAS PROVINCIAS el 3 de mayo de 2004)