La vaca holandesa

Si cierro los ojos y trato de recordar al Ronald Koeman futbolista, lo primero que viene a mi pensamiento es aquel cruel penalti de la temporada 1993-94 en Mestalla, con 0-3 en el marcador y un desamparado Paco Camarasa bajo los palos. El holandés no perdonó y ajustició al central-portero en una de las últimas tardes de gloria del Dream Team de Cruyff. A Tintín, majestuoso en el pase largo, insaciable a balón parado, se le daba demasiado bien el Valencia. Lo volvería a demostrar en su siguiente visita liguera, de nuevo desde los once metros. De ahí que cuando dejó el Barcelona un profundo suspiro de alivio templara los ánimos blanquinegros.

Pero lo peor estaba por llegar. Koeman desconocía en aquella próspera etapa de calzón corto que una década después se convertiría en el entrenador más mediocre de la historia del Valencia, el hombre que aniquilaría la ilusión de un club grande al que asomó al precipicio de la Segunda División.

Desde que irrumpió en Paterna como sustituto de Quique (manda narices el relevo técnico), el holandés desveló sin medias tintas su verdadero yo. Con el contrato recién firmado, prefirió quedarse en el hotel para ver al Valencia por televisión antes que subir al avión del equipo y empezar a hacer grupo en el vuelo a Palma. El marrón balear se lo comió el abnegado Óscar Fernández. Derrochó soberbia, amparado en los rescoldos de su merecida fama como pelotero. Interpretó su paso por Mestalla como unas prácticas camino hacia el banquillo del Camp Nou. Ajustició de manera caprichosa a tres iconos del valencianismo. Alzó un muro de la vergüenza en la Ciudad Deportiva...

Y ganó una Copa, aunque eso sólo engaña a los adictos a la estadística. Cuando arrancó aquella atípica final, preámbulo de un éxito que nadie tuvo ganas de celebrar, Koeman ya estaba destituido. Hasta tal punto era carne de cañón que la plantilla ignoró las indicaciones de su beoda pizarra y conquistó así un título por el que tan nefasto entrenador se atrevería luego a sacar pecho.

Dos años y medio después de aquella traumática experiencia, el holandés sigue metiendo goles al Valencia con la misma fruición que exhibía sobre el verde. Lo hace en lo material, con ese millón que habrá que pagar al PSV por tan absurdo fichaje, y también en lo moral. Que Koeman aproveche el actual buen momento del Valencia para reivindicar su bochornosa etapa debería ser objeto de estudio por parte de la Comisión Nacional Antiviolencia y nos deja tan vendidos como a Camarasa en aquella noche de pesadilla.

El hoy técnico ve en el liderato del Valencia un ejemplo de que algunas de sus decisiones en Mestalla fueron correctas. Lo único que este club puede agradecerle es su habilidad para precipitar la descomposición del régimen de Juan Soler. Y sanseacabó, porque hasta para perderlo de vista hubo que pagarle una fortuna. Bautizó un amigo mío a Koeman como la vaca holandesa por su poco hercúleo perfil. Pero si algo le hace merecer tal apelativo es la mala leche que acompaña cada uno de sus actos.
(Artículo publicado en lasprovincias.es el 14 de octubre de 2010)

La (re) Fundación del Valencia

Maquiavelo legó a la humanidad una máxima que nunca salió de su pluma, pero que compendia la esencia de su pensamiento político: el fin justifica los medios. A lo largo de la historia muchos totalitarismos encontraron legitimidad en esas cinco palabras, y a ellas se encomendó hace un año el Valencia para salir del atolladero social.

El papel interpretado por la Fundación en el cierre de la ampliación de capital se inspiró en el principio del mal menor. El organismo que preside Társilo Piles se inmoló, avalado económicamente por la Generalitat y con la anuencia de toda la sociedad civil valenciana, que hizo frente común ante la fantasmagórica irrupción de Inversiones Dalport. Era el prototipo de situación en la que el fin justifica los medios. Todos así lo entendimos y lo entendemos.

Pero desde aquella magistral maniobra urdida en los más importantes despachos de la capital ha transcurrido ya un año y la inquietud popular es lícita. La Fundación no puede hacer frente a sus compromisos de pago con Bancaja, como cabía temer cuando se dio tan arriesgado paso. El club se ve jurídicamente incapacitado para insuflarle oxígeno económico y así el problema de una sociedad anónima deportiva está a un paso de convertirse en el de toda una comunidad autónoma.

El nudo gordiano son obviamente esos 74 millones que la caja de ahorros dejó en manos de una fundación sin más garantías que el patrimonio de los valencianos. Pero a ello se unen, y merecen respeto, alegaciones de tipo ético como las que acaban de morir en los tribunales. Aquella ampliación de capital presagiaba la democratización del club, una apuesta por quitar a los ricos el control para distribuirlo entre todos los pobres, y a día de hoy tan nobles principios son papel mojado.

El arisco menosprecio de Társilo Piles a los disidentes sirve de poca ayuda. «Hay gente que quiere construir y una minoría intenta destruir», acusa el dirigente. Debería hablar con su amigo Juan Soler, profesional del ladrillo. Él le explicará que la clave de todo edificio reside en los cimientos, y obrar sobre una ciénaga está más cerca de lo segundo que de lo primero.

Valencia ya aparece en el mapa

Bombazo en la capital del reino. Tras cinco semanas y media de amnesia, Madrid por fin ha descubierto que el líder de la Liga juega en Mestalla. La revelación no llega gracias a la inmaculada trayectoria deportiva del equipo de Emery. Tampoco el tamtan reivindicativo de Manuel Llorente ha resultado determinante. Es más sencillo que todo eso. Cristiano Ronaldo, el machote madridista, ha ojeado los periódicos, probablemente mientras aguardaba turno en la pelu, y entonces se ha caído del guindo. El mando lo tiene el Valencia, ese club del que le separó el precio de un café; el café más caro del mundo.

Pese al reconocimiento del portugués, parece poco probable que su jefe imite la fórmula del éxito que triunfa a orillas del Mediterráneo. La humildad es rentable, pero vende poco. Y el embrujo del equipo de Emery reside precisamente ahí, en la exaltación de la normalidad, bien escaso en un fútbol cada vez más bañado en salsa rosa.

Los pilares del nuevo Valencia no llamarían la atención en cualquier rutinaria reunión de comunidad de vecinos. Soldado regresó a casa con la ilusión reflejada en la mirada. Todavía la conserva y la traslada a cada uno de sus actos. Aduriz adora el anonimato. Confiesa que lo que más le gustaba de Palma era la facilidad para pasar inadvertido entre tanto guiri. Cada palabra de César es una exhibición de sentido común igual de portentosa que la mejor de sus paradas. Y así se podría seguir, uno a uno, con todos los peones de una plantilla que ha aprendido a pensar en primera persona del plural; incluido ese banquillo en el que se sienta un entrenador capaz de decir en rueda de prensa que ganar es mejor que perder. Natural como la vida misma. Frente al maleducado Mourinho o el refinado Guardiola, un soplo de aire fresco.

Quien ha probado el elixir de Paterna sabe valorarlo. Como David Villa, cuyas palabras en puertas del reencuentro con su pasado suenan a nostalgia, a deuda eterna. Demuestran que un escudo es el que lleva cosido el Guaje al pecho y otro bien distinto el que le grapó el Valencia en el corazón. Hay que ver lo que se perdió el metrosexual de Funchal por el ridículo precio de un café.

(Artículo publicado en lasprovincias.es el 8 de octubre de 2010)

Hacen falta más milagros

Las cuentas del Valencia son las propias de un club que ha regresado después de la muerte. Una resurrección. Un milagro. Y el taumaturgo se llama Manuel Llorente. Recuperar en un año más de la mitad de lo que otros dilapidaron en cuatro tiene mucho valor.

Alegarán los detractores del presidente que éste ha elegido el camino más sencillo, una ampliación de capital chapucera y la marcha de unas estrellas que se venden por sí solas. No les faltará razón, pero que algo sea objetivamente fácil no quiere decir que carezca de mérito. Porque hay que tener redaños para vender a Villa y Silva siendo consciente de que triunfarán allá adonde vayan.

Tras años de espejismos, la gran aportación de Llorente es afrontar la realidad con valentía. Soriano prefirió huir hacia adelante y Soler se refugió en su reino de fantasía hasta entender que la ruina del Valencia desembocaría en la suya propia. De la ampliación de capital, mejor no hablar. Dos enemigos irreconciliables se unieron con tal de proteger su bolsillo. La medicina que necesitaba el club, una vez que el parón inmobiliario cegó cualquier otro camino menos angosto, sólo podía administrarla Llorente; un tipo que desdeña las encuestas de popularidad, como demostró al parar los pies del mejor técnico de la historia del Valencia y granjearse el desprecio de muchos de los que ahora lo adulan,

Quien vea en esta reflexión un panegírico presidencial se equivoca. Llorente va camino de salvar al club, pero aún se espera mucho más de él y de esa chistera suya en la que ya se adivinan pocos conejos. Las ofertas recibidas por las parcelas de Mestalla, al menos tres extranjeras y dos nacionales, están muy por debajo de las expectativas. Anunciar que las obras del futuro estadio seguirán paralizadas sine díe no es solución, aparte de constituir un azote para la ciudad y esas instituciones que con tanto riesgo han apostado por el Valencia. Y alguien deberá aclarar qué se hace con la Fundación, atrampada hasta las cejas y avalada por el Instituto Valenciano de Finanzas. Es decir, por la Generalitat, por todos los ciudadanos, por Llorente y Quico Catalán, por usted y por mí...

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 3 de octubre de 2010)