Una vida esperando este día

Chifla el árbitro húngaro. España está en la final del Mundial. Brincos, alharacas, abrazos, algún que otro exabrupto fruto de los nervios incontenibles y una reflexión: los nacidos en las generaciones del setenta y anteriores somos unos privilegiados. La euforia embriaga ahora a todos por igual, pero un éxito de este calibre sólo se saborea en su plenitud cuando antes se ha sufrido una hemorragia de decepciones deportivas.

Si hurgo en mis recuerdos de aficionado sólo hallo desencantos mundialistas, carnaza para el victimismo. Lloré con Eloy en México’86 ante el bofetón de la injusticia encarnada en aquel porterazo llamado Pfaff. Sentí que eran mis narices, y no las de Luis Enrique, las que reventó el camorrista Tassoti en Estados Unidos’94. El árbitro sinvergüenza de Japón y Corea 2002 desveló el lado oscuro de mi personalidad, cuatro años después de que el autogol de Zubi en Francia me dejara con cara de lelo.

Son historias de cuando la roja no era la roja, sino la selección, y a quien enarbolaba una bandera española lo llamaban facha. La frustración se convirtió en estigma transmitido de generación en generación. Mi padre me habló del (no) gol de Cardeñosa tanto como yo a mis hijos del atraco asiático de Al Ghandour.

Pero para ellos esto no son más que batalletas. España arrasa en cualquier deporte y esa falta de autoestima tan cercana en el tiempo parece ahora prehistoria. Cuando esta noche seamos campeones del mundo de fútbol, porque lo seremos, todos lo festejaremos. Sin embargo, una vez que la euforia deje paso a una dulce resaca, propongo a los nacidos en los setenta que recordemos de dónde venimos. Que rescatemos del olvido los tiempos en que José María García, banda sonora de nuestra adolescencia, celebraba con retintín que ningún nadador español se ahogara en plena competición. No hace mucho, ganar una mísera etapa del Tour era una gesta, el tenis masculino no existía, la NBA se jugaba en Marte y la Fórmula 1 ni la mirábamos. Hoy somos los reyes del deporte. Ahora sólo falta avasallar en el deporte rey.


(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 11 de julio de 2010)

Elige, Manolo: ¿Susto o muerte?

A Llorente se le podría aplicar aquel chiste tonto del “elige, ¿susto o muerte?” Encaró su segundo año de mandato entre la espada que blandía el concurso de acreedores y la pared del populismo futbolero. Completó sin pestañear el trabajo sucio encomendado. Vendió a Villa, luego a Silva, y cuando creyó superado el trance llegaron los goles del asturiano en Sudáfrica para suscitar un debate tan demagógico como ventajista.

Es indiscutible que 40 millones por el mejor delantero del mundo saben a exiguo botín. ¿Y 45? No es cuestión de cifras. Simplemente Villa no tiene precio. Andan sobrados de razón quienes sostienen que el Guaje podría haberse revalorizado en el Mundial. Entraba dentro de las probabilidades, tanto como que una grave lesión abortara su traspaso. ¿Y qué sería del Valencia en tal caso? Este club, por desgracia, carece desde hace mucho tiempo del mínimo margen para especular. En situaciones de extrema necesidad, optar por el pájaro en mano puede no ser lo más afortunado, pero sí un alarde de sensatez.

Habría que actualizar el adagio según el cual cada aficionado alberga en su interior a un entrenador. Añadamos ahora a un analista financiero y hasta un ministro de Hacienda. Así se llega a dogmatismos que pasan por alto que no es lo mismo valor y precio, que este último lo fija el comprador y que en cualquier caso Llorente tenía las manos atadas, porque la operación quedó más que sellada hace un año, cuando los abrazos entre el hijo pródigo y los peñistas ocultaron un pacto tácito para la salida que se ha cumplido puntillosamente.

No soslayemos que entonces Florentino, el mayor francotirador de la historia del mercado balompédico español, ofreció 25 irrisorios millones más Negredo. Y que el Barcelona no llegó a lo que ahora pagará por un Villa con un año menos de fútbol y que deja al Valencia en Champions.

En 2009 salió al auxilio del club una ampliación de capital que ha tenido mucho de chapuza. Bendita chapuza, aun así. Ahora ha tocado vender a las estrellas. El otro camino, mucho más cómodo, era aceptar alguna ridícula oferta por las parcelas de Mestalla. Menudo ejercicio suicida habría sido ese. Pese a todo, Manolo, lo dicho. ¿Susto o muerte?

(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 4 de julio de 2010)