
Me sumí en pesarosa reflexión, repasando la caterva de personajes que han desfilado por el Valencia desde aquel verano de 2004. Daría para el reparto de una comedia, pero no del sutil Billy Wilder, sino algo grotesco, propio del humor grueso de Santiago Segura.
Imagino la escena. Luz tenue, casi penumbra. El antepalco de Mestalla recuerda al camarote de los hermanos Marx. Suavemente, la cámara escruta rostro a rostro. Un amostachado capitalista, espléndido él, ha montado una oficina permanente de atención al indemnizado. No da abasto. Otro tipo de aspecto atildado dice no sé qué de la venta de unas parcelas y anuncia la visita de un prestidigitador argentino, ducho en la farsa del nada por aquí, nada por allá. Un alopécico encapuchado se suma al esperpento. Tras él irrumpe un orondo pelirrojo. Ojea su curioso manual, que versa sobre cómo convertir ídolos en barro. Responde al apodo de Tintín. Si Hergé levanta la cabeza, le mete una demanda. Hay otros muchos, a cada cual más hilarante.
En dos meses saldrán a la venta las acciones de la Fundación. Quien ame a esta sociedad deberá dar un paso al frente, hacer un esfuerzo para que la propiedad quede lo más atomizada posible. Mirar al pasado ayuda a encarrilar el futuro. El Valencia no puede ser nunca más el Vodevil Club de Fútbol.
(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 28 de febrero de 2010)
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