
La rotación presidencial no ha traído soluciones. Al megalómano Soler y su testaferro Morera les traicionó la obsesión por vivir de espaldas a la realidad, aunque mucho tuvo que ver en la enajenación el ejército de asalariados zanguangos empecinados en pintarles de rosa el negro futuro. La de Soriano era una guerra perdida de antemano. Al alquilarle la vara de mando, le anudaron un cronómetro al cogote. Aceptó lo inaceptable y su precipitación lo autocondenó a pasar a la historia del club como un cómico profeta. Tampoco Llorente ha dado con la tecla, pese a no topar con la feroz oposición que desnudó a Soler ni con el escepticismo que acompañó las andanzas de Soriano.
A un mes de cumplir su primer año de mandato, calificar de fracaso la gestión de Llorente sería injusto. El Valencia sobrevive, y no es poco, sin quemar para ello recursos como la infame ley concursal o el traspaso de sus estrellas. Pero del actual presidente se esperaba más; porque se veía en él un mirlo blanco, por su currículo como gestor de miserias y sobre todo por quién lo puso en el cargo. El Valencia de Llorente vive inmerso en un dramático déjà vu. Los titulares de prensa apenas han cambiado en doce meses. Las parcelas de Soler, sepultura de Soriano, están sin vender. La ampliación de capital se ha enquistado. Las obras del estadio permanecen paralizadas sine díe. Los grandes clubes, rivales directos hasta hace poco, intercambian cromos que no les pertenecen en un «te doy a Villa y me quedo a Silva» indignante. Justo como hace un año. Y suena el despertador. Otra vez la pesadilla, la misma sensación de impotencia.
(Artículo publicado en LAS PROVINCIAS el 2 de mayo de 2010)
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